JAUME PRAT/DIARIO16/15.08.20
Cataluña empieza bien. el (muy) Molt Alt Empordà es un lugar muy especial, con este paisaje arisco, usado, pálido reflejo de lo que llegó a ser hace tan sólo siglo y medio. Contraintuitivamente, no es un lugar demasiado explotado turísticamente, esas tierras adentro donde el mar es una insinuación y hace calor y hay poca agua. La buena notica es que no hace falta ir para descubrirlo. Tenemos suficiente con bebernos una copa del vino que se produce allí. No hay nada en el mundo que sepa como una copa de vino criado en un lugar difícil. Es el sabor de un lugar donde no parece una buena idea vivir aunque este lugar sea en realidad el Paraíso, pero no el de Dante, sino el de Milton, donde vivir es un trabajo a tiempo completo, donde la domesticidad se arranca a la tierra. Es un vino de contrastos, áspero, untuoso, matizado y potente. El negro se impone y el blanco… ah, el blanco. Es la fiesta y el gozo y la brisa. Es el sentarse bajo una parra en un día de calor, y hablar y comer cosas no demasiado complicadas y reírse. Beberse este vino es estar allí y tener su sol, y el silencio, y ese verde terroso que tiñe el paisaje, eso cuando se queda pelado y aparecen esas piedras apiladas formando bancales, y la labor ancestral de los agricultores, y la cultura y la memoria del lugar.
A cinco quilómetros al este de La Jonquera, que es donde están los centros comerciales monstruosos y el vino y el licor y el tabaco baratos, donde se quedan los franceses en camiseta de imperio que compran todo eso en cantidades industriales, está Cantallops, que es lo que podríamos considerar el primer pueblo de este Molt Alt Emporà, y después está Sant Climent, que es donde los militares hacían prácticas y los reclutas se traumatizaban, y Espolla, donde está el proyecto más querido por Coderch, y Vilajuïga, y luego ya puedes oler el mar. Es un paisaje de costeros y viña y olivos y campanarios que no están terminados y murallas no del todo derribadas, con núcleos compactos de calles que no son calles y plazas que no son plazas. Y fincas, fincas que son unidades de vida familiares en el sentido amplio donde se hacía de todo, vino y aceite y negocios y cultura y muchas historias que empiezan y terminan allí y se estiran hasta Figueres o Barcelona y algún Parlamento, o América, o la Iglesia o el mundo de arte. Estas familias se han ido renovando y ahora tenemos una generación de jóvenes que, lentamente, rehacen el territorio después de un declive demasiado largo a penas aguantado por el buen hacer de las cooperativas. La industria del vino, y la incipiente industria del aceite, es la clave del equilibrio territorial del Molt Alt Empordà y de muchos otros sitios de Cataluña. Las familias han fundado o recuperado marcas de vino, y tras cada una de ellas hay un proyecto interesante, a destacar el trabajo que se está haciendo en el Cap de Creus, más ligado a Vilajuïga y a las bodegas Espelt, y ojo, que en Perelada la familia propietaria de la bodega, conjuntamente con RCR arquitectes, están completando un proyecto que visibilizará toda esta tarea conjunta, incremental, con un proyecto que simbolizará el Alt Empordà y marcará el punto de inflexión que ya ha experimentado la historia del vino catalán. Estad atentos. Ahora, Cantallops.
De vino no entiendo demasiado. El vino me lo bebo y me gusta cuando me hace disfrutar con esa capacidad que tiene de recordarme cosas buenas. En Cantallops está una de mis bodegas de referencia, Vinyes dels Aspres, y me hizo muy feliz que Pep Admetlla, artista, arquitecto, profesor, escultor, pintor, agitador cultural, me llamase para mostrarme el trabajo que acaba de terminar para esta bodega. Empiezo.
La Masía Catalana no existe. El concepto es una especie de lugar común hecho a base de abstraer construcciones de tipología muy diversa que sirven territorios de climatología y orografía muy variadas que afectan al tamaño de la finca, a la naturaleza de sus cultivos, a la manera de acceder, a la relación dentro-fuera, al material, al aspecto, al sistema estructural y mil etcéteras más. Hay, sin embargo, algunos invariantes que es interesante destacar. Primero, la masía es una con el lugar. Una masía es el lugar. Es un polo, un vórtice de actividad que lo organiza y lo gestiona. Si la masía desaparece el lugar desaparece. La masía es una especie de edificio de viviendas plurifamiliar donde hay una vivienda principal, la de la familia propietaria, colocada siempre en la planta noble, que nunca es la baja, sino la primera. Una masía es un centro de trabajo y un lugar representativo. Su arquitectura es siempre incremental, a base de reformas y ampliaciones sucesivas sobre un módulo inicial que en gran parte de Cataluña es un cuadrado subdividido en nueve cuadrados y en el Empordà, corazón de la Cataluña Vieja y embrión de esta tipología, en cuatro, pero entonces ya no se llama masía, sino sala, que es una palabra catalana de origen germánico, sinónimo fuerte de hall, que denomina tanto un elemento arquitectónico como un tipo de casa centroeuropea.
Ahora las masías se renuevan a partir de su estructura productiva, que puede ser un restaurante o una bodega o alguna otra historia, y que suele alojarse en la planta baja. Pero ahora las estructuras productivas son también representativas. Y aquí nace el primer dilema: ¿Se ha de bajar el lenguaje de lo que había sido hasta ahora el elemento representativo de la masía (es decir, su planta noble) a la planta baja o se ha de trabajar resignificando las condiciones previas de la arquitectura industrial y austera de las plantas bajas? La respuesta casi invariable a esta pregunta ha sido trabajar sobre esta segunda opción. Ahora estoy estudiando un proyecto donde se trabajó sobre la primera, pero pertenece a una tesis doctoral que me han suspendido en la Escuela de Arquitectura. Si consigo desbloquear la situación y convencer del interés de esta situación a un tribunal que, ya os lo digo, tiene las gónadas sudándoles muy fuerte al respecto, os lo cuento.
La bodega Vinyes dels Aspres se ubica en una preciosa masía Novecentista que escogió representarse con la luz pura y azul y los matices de las parras, el único verde fresco de la zona, y los mosaicos hidráulicos, y las paredes de tonos pastel y el equilibrio y la armonía. Pero se ubica en su planta baja, que es todo menos eso: es el contraste y la penumbra y la complejidad espacial, una planta baja que negocia su altura fijando una cota para la planta noble descolgándose de ella hasta que los diversos niveles del terreno definen las alturas del techo. Después huye del perímetro original de la masía y entonces los techos suben y cambian de tipología y material, una planta baja que ha ido adosando parcelas y canibalizando otras estructuras creando un fabuloso organismo regido por la lógica de la producción y, ahora de la exhibición y venta de vinos de esos que vale la pena probar. Pep Admetlla ha entrado en esta operación para produir la pieza representativa del conjunto. Así, la primera decisión interesante pertenece al cliente: seguir con esta lógica de arquitectura incremental encargando a Pep una nueva pieza que, imposibilitada de competir en tamaño con el resto de la bodega, la complemente y la represente emanando sobre el resto. La pieza se aloja en la huella de un pequeño patio e incorpora, conservándolo, un pozo de agua, integrándose a este rosario de arquitecturas que forman la bodega, renovadas por fases gracias al concurso de Ramon Ripoll, el arquitecto de la bodega, que ha colaborado con Pep en esta pieza mientras, poco a poco, va renovando el resto en un rosario de microintervenciones que rescatan técnicas de construcción ancestrales, consolidando bóvedas, conformando caminos tortuosos donde incorporar toneles y botellas que van madurando lentamente. La planta baja parece excavada, cavernosa, con poca luz natural y unas luces artificiales montadas en lámparas lineales indirectas, tenues, que tanto pueden estar a nivel del pavimento como a media altura. Se recorre lentamente, y una de las paradas, justo al lado de la habitación donde se guardaba el aceite en cubos (y el aceite bueno, el de los amos, cerrado a cal y canto) es una pieza de Pep que llama cementerio de botellas, es decir, un botellero-escultura para 1500 botellas realizada en madera de castaño quemada y acero y cantos de pan de oro en unas geometrías que abstraen los muebles deformados por la edad y el peso y el uso, unas geometrías abstractas que la edad y el peso y el uso deformarán también, y todo envejecerá, menos las decisiones y el rastro del artista, que permanecerá como una especie de secreto. Después entras en la pieza. Pep es un escultor intuitivo, que trabaja con maquetas a diversas escalas haciendo unos dibujos que no sé si se pueden llamar planos o de algún otro modo porque son tanto obra como representación de la obra, que es la trampa en la que caen muchos arquitectos (y que es la trampa que cada día me molesta más de nuestra profesión, o de nuestro arte. No puedo. De verdad que no puedo con esto), trampa en la que Pep no cae porque es como siempre ha trabajado y, además, es lo que esperas que haga y, además, funciona. Punto. En fin, que hace maquetas y planos y luego hay que construirlo y lo tienes que definir y tecnificar, y es entonces cuando estas decisiones intuitivas tienen que quedar refrendadas por el intelecto, que decide como lo pequeño se hace grande, fundamentalmente tomando decisiones sobre los materiales y la pureza de su grado de ejecución. Vayamos a palmos, que todavía no os hablé de la pieza.
El encargo consiste en una especie de sala, en un módulo de la bodega de unos sesenta metros cuadrados, relativamente pequeño, bastante cúbico (es decir, que, en términos convencionales, toma dos alturas), una sala que no se sabe para qué servirá. Está preparada para alojar botellas en buenas condiciones de maduración, tiene buena acústica para organizar conciertos y charlas, una temperatura agradable para organizar catas y cenas y lo que haga falta… y es bella. La pieza tiene unas dimensiones más o menos rectangulares con un techo de baja pendiente. Se formaliza como una caja enteramente de hormigón, dos capas de este material, una de veinticinco centímetros y otra de quince con diez centímetros de aislamiento entre ellas, lo que viene a ser un señor muraco de medio metro de hormigón por dentro y por fuera perforado por doquier con pequeños agujeros troncocónicos protegidos por unos vitrales cilíndricos, dos lucernarios y una grieta de luz. La entrada se realiza por una puerta ubicada en una de las esquinas sobre una especie de pequeño porche que, limitado por una jácena que descuelga hasta más o menos dos metros, da acceso al espacio. En el porche encontramos el primer requerimiento funcional: el acceso a un montacargas. En la sala hay una escalera metálica recta que da acceso al piso superior y a la cubierta a través de un complejísimo juego de metalistería que forma un pequeño altillo, el pavimento y los cerramientos de dicho altillo. La ejecución del hormigón es casi salvaje, áspera, tosca. Los vitrales se acomodan en su agujero casi por aproximación, exhibiendo las tolerancias, su carácter de pieza superpuesta. El acero, en cambio, va al milímetro, está tallado con técnicas de alta tecnología provenientes de la ingeniería de producto y exhibe una precisión que desmiente cualquier intervención de la mano. El acero es obra de robots y grúas y se ejecuta con unas tolerancias bajísimas. Luego se pinta con oxirón para borrar cualquier rastro de tosquedad y de pátina y de trabajo manual, para que exhiba desde ahora y para siempre este carácter de pieza precisa y perfecta, al límite de ser paródicamente perfecta, como si Platón hubiese venido a visitar la bodega y hubiese dejado este rastro. El hormigón y los vitrales, en cambio, son artesanía pura. Los vitrales han sido ejecutados por Anna Santolària, que ha hecho un trabajo sobrio, contenido, un trabajo que, de hecho, es el reverso de lo que se ha hecho con el acero: mientras que éste proviene de la intuición, del arrebato, de la maqueta, y después se pasa a un robot que lo ejecuta trascendiendo la mano, los vitrales se trabajan intelectualmente. Constituyen un ejercicio de modernidad a través de una reflexión muy madura que ha llevado a escoger dos colores, un azul aéreo y un amarillo solar, de vino blanco maduro, a encargar unas piezas de vidrio manual soplado llamadas cibas (una de las bases de los vitrales), unas piezas preciosas que parecen culos de botella, que exhiben las marcas de la caña, excéntricas, imperfectas, simplemente emplomadas. Un vitralero del siglo X las hubiese podido ejecutar. Excepto que dicho vitralero no hubiese entendido nada, ni probablemente hubiese tenido vocabulario para definir lo que estaba haciendo. Y esta es (1) una de las maneras de modernizar esta técnica y (2) la grandeza del arte moderno, que trasciende aquello que técnicamente se hubiese podido realizar hace siglos y lo resignifica.
Así, tenemos una caja de hormigón de medio metro perforada por unas pequeñas oberturas cilíndricas y tres fuentes de luz artificial lineal que separa esta caja del suelo, que realza la geometría y que, en cierto modo, hace levitar esta enorme masa. Las otras dos fuentes de luz consiguen que puedas estar simultáneamente iluminado y a contraluz. Es una pieza inclusiva, que juega con la luz solar indirecta y la convierte en color o en un ojo, con la luz indirecta que se transforma en contraluz, en penumbra y en luz ambiental, y con la luz artificial, que realza geometrías. El metal es pasivo y, gracias a sus tatuajes mecánicos, recibe esta luz y la transforma en delicadas caligrafías mutantes. Tenemos material, mucho material, y luz, mucha luz, que resignifica el material. Al principio el cerebro no entiende nada y, después de unos minutos, empiezas a leerlo, empiezas a impregnarte de la misma humedad de fuera y las olores vuelven, y la vista lee y el cuerpo se mueve y te haces al lugar
Pep ha intervenido también en el espacio bajo la pieza, ubicado casi bajo rasante, porque en virtud de los cambios de nivel interiores y exteriores recibe todavía algo de luz natural, con una intervención bajo la losa maciza que lo cubre, que aparece tatuada mediante listones de madera que él mismo colocó en el recubrimiento de las armaduras, una propuesta interesante porque aquí el trabajo ha sido directo, el artista montando maderas sobre un encofrado en negativo para, una vez retiradas, hacer aparecer caligrafías, tatuajes en positivo. Y es que de lo que va esta obra, de lo que de verdad va esta obra, es de tomar decisiones. De hacerse presente. De estar: una reflexión sobre lo existente, una manera de continuarlo y una obra de autor donde todo lo que haces, todo lo que piensas, todo lo que trabajas, es relevante. La excusa de la función, el subterfugio del desaparecer, del servicio, de la arquitectura como problema a resolver, ha desaparecido. El tema es la autoría. La significación. La apropiación. La representación. Es así como aparece el lugar, convertido en paisaje interior o exterior. Poca diferencia hay. Es así como la arquitectura incremental comprende, ahora, toda la masía, y reivindica su carácter orgánico: la continuidad es espacial y temporal. La pieza queda ligada a la música de Eduard Toldrà, miembro de la familia extendida de los bodegueros (y no me da la gana contaros un personaje tan central: os lo curráis vosotros, que vale la pena) y, a través de ella, de todas las influencias de Pep, de la combinación de lo viejo y lo nuevo, el Molt Alt Empordà sigue extendiendo raíces, sigue bebiendo de fuera. Sigue siendo un pedazo de mundo que vale la pena conocer. Preparad un pan con tomate con aceite de argudell, la variedad local de aceituna, combinadlo con una cata de vinos de la zona, si sois arquitectos investigáis mucho al Coderch de Espolla, un poco al de Cadaqués y al de Roses, y de propina la magnífica arquitectura de su sobrino, porque Coderch tuvo un sobrino que era un arquitecto de esos que marcan época y que no me da la gana deciros quién es, y ya me lo contáis. Será como si estuvieseis por allí.