Las oscuras pinturas de Pep Admetlla

Hay imágenes que, una vez han tocado la retina, parece que se desdoblen para seguir dos circuitos relativamente autónomos dentro del laberinto del cerebro. Uno de ellos enciende las neuronas sensibles a la belleza de las figuras, la coherencia de los trazos, el precario equilibrio de las masas, las relaciones y los contrastes, la sorpresa de algunas manchas que parecen colonizar, como malas hierbas, figuras de pureza platónica. El segundo circuito resigue otras circunvalaciones cerebrales y activa regiones remotas del encéfalo que te recuerdan retazos de sueños, mundos oscuros, palabras que tienes en la punta de la lengua pero nunca sabrás decir. En algunos casos casi milagrosos los dos circuitos separados entran en resonancia, y tanto la belleza como el misterio dan un salto cualitativo y elevan su potencia. Se produce un calambre, y un rayo de encefalinas inunda las arterias del espectador incauto. Es lo bello rozando el temible caos que hace temblar algunas vísceras ilocalizables del cuerpo.

En este caso improbable, el artista nos sumerge en un silencio intranquilo, y parece que nos invite a entrar —ya hemos entrado— en el reino oscuro de los perturbados, o quizás a “volver a la oscura habitación de los ecos que es el pasado”, o a la locura de la infancia ante la inconmensurabilidad del mundo. Sentimos que algo está a punto de manifestarse. Vivimos la epifanía de un saber, la inminencia de un secreto vital a punto de desvelarse, la manifestación de poderes propios de criaturas sobrehumanas. Lo siniestro que, como decía Friedrich Schelling, es aquello que debe permanecer oculto y que se revela, pugna por emerger peligrosamente de las tinieblas. Pero entonces se desvanece como el sueño con la claridad de la mañana. Y sin embargo, una grieta errática ha quedado grabada en el cerebro. Tarde o temprano volveremos a las figuras que han electrizado un ramo de neuronas, y las recordaremos con estremecimiento.

Son más o menos así las experiencias que he vivido cuando me he acercado a las sombrías pinturas de Pep Admetlla. Lo bello tanteando lo terrible. Rostros amenazadores y pureza geométrica también amenazadora. Cuerpos arquitectónicos perfectos y a la vez ominosos. Amplias regiones de los desmedidos dibujos llenos de oscuridad en la que entrevés un cúmulo de figuraciones excepto la de la inocencia. Y la técnica madura, impecable, del artista haciendo todavía más implacables las imágenes de pesadilla que amenazan con hacerse explícitas mostrando un rostro execrable que cabe mantener escondido.

La experiencia de un arte que hace 50 años abandonó la modernidad y navega por mares que a menudo parecen pintados por un párvulo, nos obliga a hacernos muchas preguntas sobre la inanidad de la pintura del siglo xxi. Aunque por mucho que Marcel Duchamp la diera por muerta desde hace decenios, por no decir un siglo exacto, Pep Admetlla, como otros artistas totales, nos hace ver que el dibujo desacomplejado construido con alta competencia técnica y, sobre todo, con la extraña mirada del artista que no dirige la vista al Empíreo sino a las profundidades de las vísceras, puede tener una vigorosa pervivencia y el poder de una turbación que deja rastro.